Hoy antes de tomar una siesta se me vino una frase a la cabeza: el ayer hiere.
Se me quedó en la cabeza el sonido de esa frase: elayeryere
Me quedé dormido repitiendo elayeryere como un mantra.
Al levantarme tenía fiebre, y quería hacer lo cotidiano, haciendo cosas que hago todos los días mientras en silencio pienso, me repito palabras y a veces las escribo.
Me repito últimamente palabras, creo que es un miedo inconsciente que tengo a olvidar, olvidar mis pensamientos, mi lenguaje, olvidarme a mi mismo. Suelo tener a veces esa sensación cuando me escucho hablando un idioma que no es el mío.
Pero vuelvo al ayer.
elayeryere.
Pensaba en la frase aún, que a pesar de gustarme su sonido, no me gustaba lo que podría significar.
El ayer, las heridas.
Las nostalgias.
Cosas de las que trato de zafarme o de despojarme como cuando las serpientes cambian de piel.
Yo trato de deshacerme de nostalgias, pasar páginas, cambiar pieles.
Prefiero vivir-escribir.
Pero a veces es imposible, las nostalgias están siempre ahí.
Yo he crecido rodeado de nostalgias ajenas que al final se hicieron mías.
Algo así como las herencias, los genes, las maneras, los códigos.
Así funcionan a veces las nostalgias.
Se convierten en símbolos, en colores, en amuletos, en cosas que uno las lleva encima.
También he tenido algunas nostalgias, propias, pero de cosas que sucedieron.
A veces prefiero llamarlas memorias, pasados, escritos, borrones, recuerdos, vacíos.
Desde chico oía hablar en casa sobre cosas que yo nunca vi, pero las guardo en mi memoria como si fueran una herencia.
Un ático de cosas inexistentes. Surreales. Como un reloj de bolsillo de oro que vi de pequeño y siento el tic-tac de su maquinaria en mi lado izquierdo.
Cosas y palabras.
Solía oír en mi familia conversaciones profundas sobre personas que yo nunca conocí.
Yo imaginaba a estas personas.
Imaginaba que yo estaba ahí también dentro de esas nostalgias familiares.
Creo que desde entonces empecé a crearme personajes en la mente.
Como cuando hablaban del abuelo.
Mi abuelo el que era muy fuerte y muy cortés, el que tenía las manos ásperas y gruesas, que sabía hacer muchas cosas, que nunca dejó una deuda pendiente, que trabajaba en una granja, pero que también trabajó en mejorar su pueblo, mi abuelo el que fue siempre un señor y que usaba sombrero. Mi abuelo que se parece a mi padre.
Mi abuelo paterno quién murió en el ’98 el mismo día que yo cumplía 18.
Yo veía las fotografías en blanco y negro donde salían mi padre joven y sus hermanos. Sostenían a los hermanos más pequeños en brazos y detrás una carroza negra, antigua que seguramente se movía despacio.
Tenían esas ojeras, como las mías, pero más remarcadas entonces por la tristeza.
A veces pensaba yo que era mi padre (me parezco mucho a el cuando joven)
A veces pensaba que yo estaba ahí, caminando entre la gente del fondo de la foto que no se distinguía.
Me ponía tan triste ver esas fotos de alguien que murió y que yo nunca conocí.
Recuerdo la primera vez que fui al cementerio a visitar la tumba de mi abuelo. Dos meses después de su muerte y lo recuerdo tan bien.
Es como si yo ya hubiese estado ahí cuando lo enterraron. Y leía el nombre en la lápida de mármol blanquísimo y todos sus apellidos y uno que sobresalía, un apellido que es el mío.
Algunas veces hablo sobre mi abuelo como si lo hubiese conocido.
O como si hubiese sido alguno de los personajes sobre los que he escrito.
Cuando escribo a veces empiezo por garabatos, a veces escribo sólo dos cosas tontas como elayeryere.
Pero casi siempre cuando escribo se me da por pensar en nostalgias (propias, ajenas, reales o inventadas) y eso entonces esto deriva en personajes que flotan delante de mí.
Mis personajes, existen todos, trabajan, van a trabajar, viven, respiran, hablan mi idioma y otros idiomas inventados, tienen pasaporte, nombre y apellido, tienen ojos verdes, azules, grises, negros, marrones, a algunos les he estrechado la mano, con otros he dormido y a otros solo los he mirado a través del agujero diminuto de una cerradura sin que ellos se enteren y desde ahí he cogido la fibra para escribir algo.
Los he ido destejiendo y tejiendo, los he dejado suspendidos en enredaderas de tinta.
Pero también algunos son otros y tantos cuando en realidad son yo mismo reflejado en los pedazos de un espejo roto.
Como ver el apellido tuyo en una tumba y entonces pensar por un segundo que soy yo quién yace ahí hecho polvo.
Retazos de una carta. Rompecabezas de mi vida. Notas musicales. Pedazos de papeles en blanco.
Hoy en la noche me acordé de alguien muy interesante.
Sucedieron entonces una serie de coincidencias delante de mí, como aquellas que suceden cuando uno se enamora de golpe.
Recordé que este señor hablaba de las nostalgias, habla de la soledad del uno más uno, de escribir para tener compañía, habla de lo vivido, de lo recordado y de lo olvidado, también me llamó mucho la atención lo que dijo en ese momento sobre los folios en blanco.
No pude estar más de acuerdo con él, tanto que me pareció estar escuchando a veces mis propias palabras. Y recuerdo ahora lo que pensaba hace unos días mientras miraba le techo de mi habitación sobre los papeles en blanco:
El papel no es muro, el papel es un guiño en blanco.
Él más o menos decía esto:
“Leo libros usados porque las páginas muy hojeadas y manoseadas pesan más en los ojos, esas que un día estuvieron en blanco y alguien puso toda su magia del momento, cada ejemplar de un libro puede pertenecer a muchas vidas y traen al presente el pasado y las nostalgias, los libros no tendrían que quedar vigilados en los lugares públicos, sino trasladarse con los caminantes que los llevan consigo por un tiempo y que como ellos tendrían que morir extenuados a achaques, infectados, ahogados tras lanzarse desde un puente con los suicidas, metidos en una estufa en pleno invierno, destripados por los niños para hacer barquitos, tendrían que morir de cualquier forma menos de aburrimiento y propiedad privada, condenados a una estantería de por vida.”
Tengo muchas ganas de leer otra vez algo que él haya escrito.
Quizás algún día encuentre su libro.
Cuando me acordaba de eso, pensé en mi abuelo, el de mi nostalgia que nunca sucedió, la peor de todas, según una canción. Me dejaron nostalgia también, inexplicablemente, las palabras de este escritor, sus frases se quedaron dentro de mí.
Y me puse a pensar en mí, en mis ancestros, mi posible descendencia, en tantos personajes.
Y otra vez yo. Personaje en estas líneas.
Entonces comencé a ensuciar este folio digital, a seguir guiños que llenan mis vacíos de noches en blanco.
Entonces comencé a escribir:
Es de noche y he despertado con cierta temperatura, creo que hoy me he bañado tantas veces que mi cuerpo solo quiso enfermar.
Lo de la fiebre es algo que nunca me ha disgustado del todo.
Es como estar enamorado.
Y el amor es otra cosa que no me disgusta del todo, aunque a veces, lo confieso, me ha puesto verde, verde selva, verde hierba, pelo verde y por lo mismo ”las cosas me están mirando. Y yo no puedo mirarlas”.
Yo tengo que verlo todo, ver y ser visto, de eso se trata.
Y el amor también se trata de eso.
Exhibirte mientras alguien te contempla o contemplar al exhibicionista que se sabe visto.
Exhibicionismo puro como este texto.
Pero no tengo ganas de escribir sobre el amor, ¿quién escribe sobre el amor cuando le duele la espalda y la garganta?
Bastante más podría escribir sobre la tristeza, con esta sensación de algo que me raspa en el fondo de la garganta.
La tristeza raspa.
Tristeza como clavos en mi paladar que se oxidan, la tristeza que no me dejó decir la última palabra, la tristeza es un silencio que pesa.
Hay tristeza aún en el brillo febril de mis ojos
Pero mejor vuelvo a la fiebre.
La fiebre le da un brillo especial a todo lo que me rodea, es como un resplandor de nébula sobre cada cosa.
La fiebre hace que sienta que las extremidades se me estiran, hace que el cielo de mi habitación se llene de estrellas, mientras siento que mi sangre está llena de burbujas, rojo efervescente.
Creo que cuando dicen que Dios creo al hombre o a los miles de hombres, lo hizo con fiebre. Tomó entre sus manos un poco de arcilla fría y con el calor empezó a jugar como un párvulo lo haría como la plastilina.
Así seguramente nos hizo, blandos, tibios, vulnerables y efervescentes.
Por eso, la tristeza nos duele y nos hierve tanto, nos raspa en cada burbuja interna, vuelve nuestras efervescencias dolorosas.
Recuerdo cuando en la universidad se me rompió un termómetro.
En ese momento eso me recordó a mi infancia. Me encantaba romper termómetros y guardar el mercurio.
Sigo pensando que el mercurio tiene vida.
Si yo no supiera que la gente lleva sangre dentro de las venas, pensaría que lleva mercurio.
Ese afán de escurrirse a veces y perderse, como una gota diminuta o juntarse en una bola muy grande, eso es típico de la gente.
(Sino que lo digan los sociólogos que siempre hablan de esas cosas)
Sabes, yo imagino que tu sudar es plateado, así debe sudar también la luna de Leonard Cohen ”in the bed where the moon has been sweating” así pienso también que ese sudor plateado se queda siempre entre tus sábanas.
Sudor de mercurio, pero plateado como el de la luna.
Pero el sudor de la fiebre es anaranjado.
Como un atardecer de verano.
Hace que el cuerpo de uno se vuelva la superficie donde se pone el sol, y entonces los filos del cuerpo se transforman en el horizonte donde un sol de 38 grados se oculta pero sigue calentando. La fiebre convierte al cuerpo que yace en la cama es un desierto de arena hirviendo, con penumbras tibias entre las dunas de la columna, en la garganta, oasis en los ojos vidriosos.
Hoy en la cama mientras esperaba una baja de temperatura con paracetamol que me vendió un mago, imaginé que era un país.
Imaginé que en las TVs y en el internet de toda la población que habitaba en mi cuerpo, los reportes del clima sentenciaban, “ola de calor”.
Empecé a sentir un hormigueo en todo el cuerpo y pensé que era toda la gente que me habitaba, se movía en busca de un lugar más fresco.
Y entonces llegaban a las palmas de mis manos, húmedas, que sudaban un poco frío.
Tenía millones de habitantes calurosos, con sombrillas de playa y ropas ligeras en mis puños. Un poco desolados, tristes y ridículos como cuando la gente va en grandes grupos a las playas y van arrastrando sus memorias, nostalgias y pasados.
elayeryere
elayeraunsiguehiriendo
Cerré los puños y los maté a todos.
Se volvieron mercurio.
Y fui entonces un país desolado.